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El camino de regreso (cuento)

...No creo en eso de vivir el momento,
 Molina, nadie vive el momento.
Eso queda para el paraíso terrenal.”
(Manuel Puig)


Pasaban muchas horas desnudos sobre el colchón. Hablaban y se reían, y sentían que nada del mundo importaba. De a ratos, cuando sus ojos se trenzaban, retrocedían, midiéndose y calculando el golpe y las consecuencias. Martín siempre arremetía primero donde más dolía [porque siempre supo donde dolía más]. Cada vez que dejaba escapar las palabras de su boca, el cuarto se derrumbaba y las sábanas, donde habían albergado caricias y besos y promesas y reencuentros, los desterraban, transformándose en cenizas. Claudia se enfurecía; buscaba su ropa desparramada por la habitación y se vestía deprisa, ignorando los ‘perdoname’ y los ‘no-te-vayas’ que Martín balbuceaba; al llegar a la puerta, giraba su cabeza, fingiendo una sonrisa dejaba un beso abandonado y salía dando un portazo. La historia se repetía cada martes de cada semana de cada mes, y siempre daba la sensación de que sería el último. Martín, entonces, se recostaba boca arriba sobre sus manos y suspiraba.
El agua empapaba su ropa, su casco y sus botas. El frío invadía cada milímetro de su esquelética fisonomía. Temblaba. A lo lejos, las bombas estallaban iluminando intermitentemente el terreno. No tenía fuerzas ni para sostener el fusil. Miraba el cielo, y las estrellas iluminaban el camino de regreso a su querido Tucumán. La María Rosa y la Elvira lo estarían esperando; mirarían ansiosas el noticiero de las siete en la tele de Don Armando, el de la despensa, o en la casa de Don Roberto. Todo el pueblo se congregaba para recibir noticias. Había quienes se la pasaban escuchando aburridas cadenas nacionales, esperando un pregón reivindicatorio que anunciara el regreso de los muchachos. Pero ni la Rosa ni la Elvira tenían radio: ambas las habían vendido para juntar unos mangos y mandar a Buenos Aires, a la colecta que se hacía para ayudarlo a él y a otros como él que estaban tan lejos, padeciendo el frío, la lluvia, el hambre y haciendo retroceder al invasor. Aunque él sabía bien que no retrocedía: el invasor siempre avanzaba, y él con las tripas crujiendo todo el día y toda la noche.
Durmió por un par de horas y el brillo vespertino de la ciudad, que perforaba las persianas y las cortinas, lo despertó. Se estiró hasta el cajón de la mesita de luz y sacó el paquete de cigarrillos y el encendedor. La primera bocanada de humo inundó la habitación, dibujando siluetas bailarinas con el viento que se colaba por las hendijas de la ventana. Afuera, Buenos Aires comenzaba a vestirse de neón, dando lugar a los primeros besos furtivos, a las parejitas que buscaban los rincones, a los empleados de oficina que se quitaban de sus cuellos el grillete y lo guardaban hasta el día siguiente. Adentro, el humo bailoteaba con el perfume que ella había dejado abandonado antes de dar un portazo; antes de huir a los brazos de su marido; antes de acordarse de que debía jugar el papel de señora; antes de volcarse de lleno a las ollas con estofado, a las medias sin lavar, a las camisas planchadas con apresto, a las caricias milimétricamente repetidas. Ahí, donde antes había estado su sombra confundida con las sombras de su cuarto, ahí estaba el humo del cigarro, invadiéndolo todo.
Sintió ganas de fumar. No había olvidado el aroma del tabaco en sus dedos, ni las noches de vasos largos con el Tata y con los changos del pueblo. Necesitaba alimentar su cuerpo con nicotina y su alma con recuerdos. 
La lluvia interrumpía su pensamiento y lo despertaba violentamente, acercándolo al ruido de la noche, al temblor de sus manos y al frío de su fusil empapado; alejándolo de las tardes de mate y las charlas de 43/70 y caña. Sintió que una ráfaga de aire rozaba su oreja, dejando en su estela un zumbido que repetía un nombre una y otra vez, y vio desplomarse, en el terreno, el cuerpo de un afortunado que ya no pasaría hambre ni frío ni tendría que preocuparse por la lluvia, el cansancio o las balas; que no pensaría en sus pagos ni en su soledad; que no sabría del olvido presente ni del olvido futuro. 
A un par de metros, se habían apagado los ojos del afortunado y él, allí, a la distancia, todavía soportando el crujir de su panza y sus ganas de fumar.
El frío y el reloj le recordaron que no había almorzado ese día. Fue hasta la heladera y engañó su estómago con una porción de pizza y un vaso de agua. Pensó en Claudia. Estuvo a punto de llamarla y pedirle que fuera a su casa, pero iba a ser peor. a veces es mejor dejar que se le pase, se dijo a sí mismo. Encendió otro cigarrillo y se sentó a ver la noche porteña. Divisó a lo lejos las luces encendidas en las plazas y meditó en la gran cantidad de hormonas que estarían buscando un cuarto de hotel para fundir sus placeres y sus miserias. 
El silencio de la ciudad parecía inundar por completo la habitación y sintió que el aire empezaba a escasear. 
Se vistió deprisa y salió a la calle.
Estaba agazapado, oculto tras las sombras, abrazando con fuerza su arma. Miraba asustado y rezaba, suplicando el final de la noche; sintió, en ese momento, que hacía siglos que estaba internado en aquella oscuridad que lo rodeaba y lo sumergía en el barro, alejándolo de su pueblo y de sí mismo, enterrándolo hasta el cuello en la soledad de la infinita noche indeseada. Siguió rezando y recordó al padre Manuel y sus sermones, y pensó en el regreso del hijo pródigo y en el beso de Judas; revivió su huida a Buenos Aires y su primer desengaño. Pero las sombras lo llamaban, repetían su nombre en el medio del humo, del frío y del hambre. Las sombras susurraban y él se esforzaba para oírlas. 
No podía dejarse llevar, porque eso implicaría su ruina. A veces es mejor no hacer caso. 
La fauna nocturna lo acechaba, caminaba cerca suyo, lo percibía. Él no era ajeno a ese mundo a esas horas; por el contrario, lo conocía muy bien: hasta hace un tiempo atrás, ése había sido su cosmos. Pero luego vino Claudia y el planeta se sacudió; con ella llegó la responsabilidad, y aparecieron el temor y la necesidad de sentirse algo más que uno más. 
Caminó entre tinieblas, chapoteando en los charcos de agua, temblando cada vez que su borcego se hundía. Evocó el murmullo de la ranas y los grillos, y notó la marcha a destiempo de sus compañeros, pero no podía distinguir nada: la niebla cubría todo a su alrededor y sintió nuevamente el puñal de la soledad enterrándose en su espalda. Vino a su mente la posibilidad de no regresar jamás. Empezó a llorar sin querer evitarlo. 
De repente, escuchó una voz amiga y buscó a los costados. Una sonrisa apareció de la nada, en medio de la oscuridad. Lo convidó con un cigarrillo y una copa, y juntos, la sonrisa y él, se internaron en un bar. Buscaron una mesa conocida y pidieron dos cervezas y un cenicero. Hablaron durante horas, mintiéndose, y sólo así pudo olvidarse de Claudia.
Totalmente borracho y desolado caminó haciendo eses, yendo de vereda en vereda tratando de reconocer un lugar que le resultara familiar, mientras el sol pretendía abrirse paso, sin demasiado éxito.  
Se sentó frente a un edificio que creyó conocer, apoyó su cabeza en la pared y cerró los ojos.
Se supo perdido. 
El cielo había escampado y ya no oía el concierto de ranas y de grillos, ni la marcha, ni la lluvia, ni una voz amiga, ni sus recuerdos, ni sus desengaños. 
Las estrellas iluminaban la noche y la Luna aparecía refulgente.
Recordó a la Rosa y a la Elvira y soñó el camino de regreso. Llevó el fusil a su boca.
En la oscuridad se escuchó un disparo y Martín se despertó sobresaltado, sin saber cómo había llegado a la puerta de su departamento. Sacó las llaves del bolsillo y entró.

Cristian Walter
Adelanto del libro al mundo no le importa si vos llorás