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ENTRE LA TEORÍA Y EL AULA. Propuestas prácticas para una enseñanza crítica

Palabras preliminares*

Entre la teoría y el aula: Prácticas escolares que revisan teorías


Este libro se focaliza en lo que llamaremos cuadrinomio didáctico: el alumno-practicante, los alumnos a quienes se destina la propuesta didáctica, el profesor del espacio de la práctica –representando y guiando lo que ha sido la labor sostenida de un equipo docente en la formación de formadores– y el profesor orientador del curso en el que el alumno practica. Puntualmente, nos proponemos indagar los efectos que la interacción de estos componentes tiene a la hora de proyectar y poner en práctica una propuesta didáctica en la escuela secundaria. Esta mirada sinóptica (Cuesta Fernández, 1997: 17) permitirá no solo el conocimiento y la reflexión profunda sobre el quehacer áulico, sino que también contribuirá en los procesos de revisión teórica que a su vez transformarán la práctica. Hacer visible y audible este tipo de saber, que a diferencia del saber pedagógico, rara vez se documenta, es otra meta  de este trabajo. La cuestión radica, entonces, en la pregunta sobre la manera en que esas prácticas configuran hoy un modo particular (social) de exhibir, mostrar, hacer ver el conocimiento.

Las escuelas secundarias que participaron de estos proyectos de práctica docente –la ESB N°4, la ES N°6 “Juana Manso” y la ES N°8– pertenecen a instituciones educativas de gestión estatal de las localidades de José C. Paz y San Miguel. Están ubicadas en la zona noroeste del tercer cordón del conurbano bonaerense de la Pcia. de Buenos Aires, República Argentina. Sus directivos y docentes han abierto las puertas a esta experiencia desde hace varios años, para llevar a cabo las Prácticas Docentes de la carrera de Lengua y Literatura del ISFD N°42 de Bella Vista. Si bien las escuelas se encuentran ubicadas en centros urbanos, reciben muchos alumnos de la periferia de los distritos de José C. Paz y San Miguel, quienes, según datos recogidos por los practicantes en las instituciones, eligen, en su mayoría, concurrir a estos colegios para recibir una mejor enseñanza y no quedar “atrapados” en el engranaje de la marginalidad. Comprobamos en el aula que el conocimiento que algunos de los chicos tienen del código de la escritura y de las prácticas de la lectura en la escuela, se ha visto empobrecido por factores escolares y extraescolares de diversa índole. Este saber funcionó como presupuesto para la elaboración de los proyectos que presentamos, dado que creemos que las prácticas de lectura, escritura y oralidad, sostenidas en el tiempo y pensadas a partir de las intervenciones de los componentes del cuadrinomio didáctico, podrían mejorar los resultados de esas prácticas.

De modo que, compartir una mirada respecto del contenido a enseñar, comprender que detrás de cada decisión pedagógica hay un presupuesto teórico que debe explicitarse, aceptar un comentario como parte fundamental del proceso de planificación didáctica, comprender que lo planificado no necesariamente se dará de la misma manera en el aula, registrar las experiencias pedagógicas con la finalidad de reflexionar sobre ellas de manera colectiva, será parte del proceso de diseño, gestión y difusión de buenas prácticas de enseñanza. Además, nos proponemos con esto, documentar estas experiencias con el propósito de difundir textos escritos por practicantes, profesores de práctica, docentes de las cátedras teóricas y profesores de las escuelas secundarias, que reciben a nuestros practicantes. Para ello, resulta necesario crear las condiciones institucionales y técnicas para que los estudiantes y docentes involucrados en su formación, reflexionemos y comuniquemos a través de la oralidad y la escritura, las experiencias pedagógicas que han generado diversas prácticas escolares locales, cargadas de sentido para los protagonistas. El propósito de esto es aportar valiosos datos descriptivos que sirvan para analizar los procesos educativos tal como ocurren en las escuelas en donde trabajamos, de modo que los resultados de dichos procesos puedan ser examinados y discutidos con el objetivo de reflexionar sobre los supuestos teóricos que los sustentaron. 

De hecho, buscamos crear un espacio de intercambio comunicativo que diseñe un puente entre las experiencias que tienen lugar en el profesorado, las que se encuadran dentro de las escuelas secundarias que reciben nuestras propuestas pedagógicas y las perspectivas teóricas que se ponen en juego, detrás de cada decisión pedagógica.

Tal vez, todos estemos de acuerdo con que la práctica de enseñanza siempre está requiriendo mejoras y transformaciones. Pero, si se preguntara a distintos sujetos sociales qué significa ser un buen docente, ¿habría consenso, o, por el contrario, el interrogante generaría intensos debates?  ¿Hay unanimidad en lo que se concibe como buena enseñanza? A este planteo, algunos estudiosos del tema, como Estela Cols, responden que eso dependerá de los saberes docentes que se consideren necesarios en función de cómo se conceptualice esa práctica y de los contextos histórico-políticos en que se inscriben (Cols 2008: 2); es decir, que toda práctica implica posicionamientos y está situada en una época con características particulares.
¿Cuáles son, entonces, los saberes que un docente debe reunir en pleno siglo XXI en función de los nuevos contextos, los nuevos paradigmas y teorías, los nuevos modos de transmitir y producir el conocimiento? 

En su libro Competencias docentes para el siglo XXI, Augusto Pérez Lindo, al preguntarse qué competencias debería tener el profesor del nuevo mundo que se está gestando, qué cualidades habría que considerar para evaluarlo, cuántas deben ser y en qué proporción tendría que valorarse cada una, se responde que las competencias básicas para todo docente, en este siglo, independientemente del nivel educativo al que pertenezca (inicial, primario, secundario, terciario, universitario) son: cientificidad, comunicabilidad, creatividad, sociabilidad, reflexividad, responsabilidad social (Pérez Lindo 2012: 8-30) (1)
Estela Cols, por su parte, sostiene que los saberes necesarios en un docente son “múltiples y de diversa naturaleza”, porque “la propia enseñanza moviliza distintos tipos de acción” (Cols 2008: 3). 

Sin duda, las respuestas pueden ser variadas, pero en todas ellas estará subyacente la idea de que  los sistemas educativos  están obligados a repensar la función de los docentes y la naturaleza de los aprendizajes, sin olvidar que los posicionamientos van a tener que ver con el modo en que se conceptualice el rol del docente, el del alumno, el de la escuela en general, o de lo que se entiende por adquisición del conocimiento (2).

¿Cómo deberán materializarse, entonces, esas decisiones en las  instituciones de educación superior? Para Cols, su doble desafío es el de contribuir al desarrollo de un doble proceso: la formación de los estudiantes en tanto estudiantes del nivel superior  y la formación del futuro profesional, dos  procesos que se articulan.

Formarse como estudiantes, por un lado, implica la apropiación de distintos saberes o habilidades; se trata de un oficio con sus reglas y exigencias. Como lo señala la autora, “el estudiante deberá insertase en una comunidad con normas particulares e incorporar progresivamente nuevos modos de hacer, de relacionarse, de trabajar en clase, de leer un texto, de estudiar y aprender” (Cols 2008: 4). Se trata de competencias que el futuro docente deberá desarrollar porque –como afirma Augusto Pérez Lindo– para poder “enseñar a aprender” tendrá primero que “aprender a aprender” (Pérez Lindo, 2012: 33). 

En ese proceso, cobra relevancia el concepto de trayectoria, entendida como ese recorrido que realizan los actores sociales (en este caso, los estudiantes) y que estará sometido a transformaciones continuas. Se trata, entonces, de una trayectoria que supone temporalidad, en la que se verán reflejados tanto los cambios en el campo en el que esos actores se desenvuelven como en ellos mismos. Una trayectoria que se enlazará con otras trayectorias anteriores y paralelas de la vida personal y social de los sujetos (la vida escolar en los niveles anteriores, la vida familiar, laboral, cultural), no sin conflicto. Este cruce de trayectorias implica una revalorización de la biografía escolar del estudiante, puesto que la historia personal –relacionada fundamentalmente con lo escolar– contribuye en la construcción del rol docente, a tal punto, que muchas veces tiene mayor peso que lo que se adquiere en las instituciones de formación docente. Será fundamental, por tanto, desnaturalizar lo naturalizado, analizar a fondo y desarticular creencias muy arraigadas.
La formación como profesional, por otro lado, implica prepararse para sus prácticas como docente de un nivel escolar determinado, lo cual requiere –según Cols– “manejo del contenido, estrategia y pericia técnica para diseñar propuestas válidas y viables, imaginación para sortear obstáculos y restricciones, arte para suscitar intereses y plantear desafíos, capacidad de diálogo con el otro y comprensión, habilidad para la coordinación y la gestión y una buena dosis de reflexión para la toma de decisiones en contextos muchas veces inciertos”. Un profesor debe disponer, por tanto, de “una variedad de saberes y competencias que le permitan obrar adecuadamente en diferentes circunstancias” (Cols, 2008: 3).

Si nos detenemos en el caso particular de la formación de profesores de lengua y literatura, ¿qué posicionamiento epistemológico y didáctico habrá de adquirirse en función de las demandas de la sociedad actual? En cuanto a cuestiones didácticas en general: ¿Qué concepción de currículum preferir? ¿Qué entender por rol del docente y rol de alumno? ¿De qué modo habrá de concebirse lo que significa conocer o ha de adquirirse el conocimiento y desarrollarse el pensamiento? 

En relación con la didáctica específica de la asignatura: ¿Qué posicionamiento detentar ante los cambios en la disciplina escolar: las prácticas del lenguaje y la literatura? ¿Qué concepciones priorizar sobre lo que debe ser leer o escribir? ¿Qué lugar habrá de darse a los contenidos gramaticales? 

Los trabajos presentados en este libro, ponencias desarrolladas en el marco de una jornada institucional llevada a cabo por el Instituto Superior de Formación Docente Nº42 “Leopoldo Marechal”, evidencian esos posicionamientos a los que se llega –colisionando a veces–, pues en las decisiones tomadas se enfrentan las distintas trayectorias del sujeto social e histórico, que es en este caso el alumno practicante –en su doble rol de alumno y docente–, quien debe articular las competencias adquiridas en ambas funciones en un contexto determinado y específico como lo es la escuela, caracterizada como un espacio con su propia cultura. Para Antonio Viñao, la cultura escolar estaría constituida por un conjunto de teorías, ideas, principios, normas, hábitos y prácticas sedimentadas a lo largo del tiempo en forma de tradiciones y reglas que se transmiten de generación en generación. Los aspectos más visibles que conforman esa cultura o “gramática escolar” son los actores sociales que intervienen, los discursos y modos de comunicación utilizados, los modos organizativos formales e institucionales y la cultura material de la escuela: los espacios, los materiales didácticos, etc. (Viñao, 2002: 56-60). Es en ese mundo escolar particular en el que el alumno practicante –y posterior docente– deberá insertarse.

En estos proyectos didácticos se comprueba el funcionamiento de esa tríada educativa: profesor, alumno y contenido, pero, a su vez, las relaciones internas, y, a veces conflictivas, entre currículum, didáctica (que incluiría teorías y métodos para enseñar) y la práctica docente. Son representativos, por lo menos en parte, del llamado “currículum real”, ese testimonio “invisible”, según las certeras palabras de Cuesta Fernández, el ámbito más inaccesible de las prácticas de enseñanza: el trabajo real del docente y su relación con lo prescripto (Cuesta Fernández, 1997).

Las ponencias nombradas estuvieron organizadas en función de ejes temáticos vertebradores que pretendieron cubrir diferentes aspectos propios de la disciplina: la relación entre literatura e historia o las problemáticas sociales; la integración de la gramática a los procesos de lectura y escritura;  la resignificación de la literatura con la incorporación de otros lenguajes artísticos;  las problemáticas propias de los géneros y subgéneros literarios; el canon dentro de la tradición literaria y el recorrido de las posibles lecturas de esos textos canónicos en contextos históricos diferentes.

Los autores de estos proyectos didácticos y estas ponencias, alumnos practicantes de tercero y cuarto año del profesorado de lengua y literatura, no solo narraron sus experiencias en el ámbito educativo, sino que dejaron, incluso, registradas sus dudas y reflexiones antes, durante y luego de la puesta en marcha de su propuesta didáctica. 

Además, a través de un trabajo metacognitivo –que Cols define como un conocimiento de “segundo orden”, un conocimiento acerca del conocimiento–, pudieron evaluar sus propios trabajos. Dirigir su propio proceso de aprendizaje –como estudiantes– cobra real relevancia, si consideramos que no solo los prepara para monitorear lo que será su futuro accionar como profesionales, sino también para ayudar a sus propios alumnos a seguir el mismo proceso.

Pero ese acto particular dejó de ser tan solo un proceso individual, al volverse colectivo en ese contexto –con características específicas– que fue la jornada en la que tuvieron lugar las ponencias, pues –mediante el 
debate– se potenció la reflexión profunda sobre problemáticas relacionadas con la enseñanza de la lengua y la literatura con las que se identificó una multiplicidad de docentes. Así por ejemplo, una alumna practicante, que debía abordar textos considerados por ella complejos por pertenecer a un contexto tan lejano y diferente al del alumno –como El poema de Mio Cid o Martín Fierro–, se preguntaba con una gran cuota de incertidumbre: “¿Cómo trabajar con textos extensos que implican el conocimiento del contexto que nos enmarca y nos dirige el rumbo de un análisis? ¿Cómo lograr que los alumnos se vinculen con ciertos temas que conllevan un análisis más interdisciplinario que otros –sin desgastar rápidamente su interés– y lograr adquirir una forma más dinámica en su comprensión?”

Otra alumna se preguntaba: “¿Cómo brindar datos históricos a los alumnos sin caer en una clase expositiva de historia?”, procedimiento necesario, puesto que “quitar el velo a la multiplicidad de voces que forman las decisiones políticas y estéticas a lo largo del tiempo, resulta enriquecedor tanto para el desarrollo de la capacidad crítica como para el interés de los alumnos por descubrir los procesos de sacralización de un texto tradicional como el Martín Fierro”, como ella misma lo manifiesta.

Otro interrogante que surge de una alumna practicante respecto de los textos de circulación social que los alumnos leen por su cuenta fue: “¿Son lectores pasivos o identifican la interpelación en el texto? ¿Infieren características de los géneros de circulación social? ¿La escuela los prepara, les da herramientas para reconocer su intencionalidad y el modo en que influyen en ellos?”

Estos cuestionamientos denotan la variedad de decisiones que el profesor de lengua y literatura debe tomar cuando planifica, cuando pone en marcha su proyecto didáctico y cuando lo cierra, evaluando siempre lo que está haciendo y lo que puede mejorar. Entre esos planteos estarán los señalados más arriba, pero también puede haber muchos otros –que tendrán que ver con cuestiones físicas, psicológicas, disciplinares o metodológicas– como por ejemplo: cómo interrelacionar los contenidos para dar cuenta de una secuencia didáctica; qué textos incluir y cómo abordarlos; si conviene o no fragmentarlos; cómo solucionar los problemas relacionados con la falta de lectura por parte de los alumnos; cómo manejar el tiempo; cómo resolver problemas edilicios y de espacio; cómo incorporar la reflexión sobre el sistema de la lengua en los procesos de lectura y escritura…

Si hiciéramos una historización de la lengua y la literatura como asignatura escolar, comprobaríamos que –tanto desde las decisiones políticas como las de los “expertos” que convierten el saber erudito en saber a enseñar, todo lo cual se plasma en planes de estudio o diseños curriculares– es mucho lo que se ha polemizado acerca de la enseñanza de la disciplina: desde cuestiones más generales y organizativas como: cuántas horas semanales asignarle, en qué orden abordar los contenidos o qué nombre darle a la materia (Idioma Nacional, Idioma Patrio, Castellano y Literatura, Lengua y Literatura, Prácticas del lenguaje y la literatura), a cuestiones más específicas y metodológicas como: qué textos leer (canon), qué lugar otorgarle a la literatura argentina, de qué modo proceder en el abordaje de la literatura (desde la literatura preceptiva o la historia de los movimientos artísticos a la lectura del texto o viceversa), o de la lengua (desde la gramática al texto o viceversa), cómo abordar la lectura y la escritura, qué lugar deberá ocupar la oralidad, etc. (Bombini, 2004). 

Podemos afirmar, entonces, que todas estas controversias no son nuevas, sino que datan del siglo XIX, pero que, a su vez, todos estos debates se han ido reelaborando. En pleno siglo XXI, muchas de esas cuestiones se resignifican y se agregan otras nuevas, como por ejemplo, cómo incorporar las nuevas tecnologías de la información y la comunicación en la escuela –particularmente la computadora y los múltiples recursos que ofrece–, para que dejen de ser, como señala Begoña Gros, “visibles” y puedan convertirse en “invisibles”, es decir, en herramientas tan cotidianas como los lápices, los bolígrafos y los libros; no un elemento suntuoso y especial que se usa solo en ocasiones (Begoña Gros, 2004).

No hay duda de que detrás de todas estas decisiones hay posicionamientos y que los mismos están atravesados por concepciones acerca de lo que debe ser no solo la enseñanza de la lengua y la literatura, sino también de lo que pretendemos que hoy en día sea la labor del docente, la del alumno, la de la escuela, pero –fundamentalmente– de la forma en que concebimos debe ser el modo de apropiarse del conocimiento, puesto que su naturaleza y difusión han cambiado mucho. El modelo unidireccional profesor-alumno se ha ido desbaratando, como así también la visión del conocimiento como algo estático; ideas que se contraponen con una visión del conocimiento como algo mucho más dinámico y complejo. De un conocimiento centrado en determinadas personas (los expertos) y lugares específicos, se ha pasado a un conocimiento distribuido. La escuela –según algunos autores– actúa en un sentido inverso al desarrollo actual de la sociedad, puesto que “no es el lugar de movilidad del conocimiento, sino el lugar en el que algunos conocimientos son transmitidos y clasificados. El lugar en el que los conocimientos se hacen sedentarios, envejecen y se hacen estáticos” (Simone, 2001: 41; citado por Begoña Gros). 

Si esto es así, nuestra deuda con la educación es grande. Esta propuesta es, por lo tanto, un intento de empezar a cambiar nuestras concepciones en vista de las exigencias actuales y proceder en  consecuencia. Deseamos, entre otras cosas, que la escuela –aunque dejó de ser la única transmisora del saber– pueda reivindicarse como el lugar donde el conocimiento circula y se profundiza; que el docente no sea un mero transmisor de conocimientos, sino que pueda convertirse en “un facilitador que enseña a pensar, a seleccionar, e interpretar información, a resolver problemas y a desarrollar actitudes de cooperación con los demás” (Pérez Lindo, 2012: 3); que el alumno no  sea solo un receptor de conocimientos, sino un agente activo, elaborador de conocimientos, pues así será parte del proceso negociador por el cual se crean y se interpretan los hechos o se elabora la cultura; todo lo cual podrá efectivizarse a través de la reflexión, la imaginación, la metacognición (Bruner, 1991). En definitiva,  esperamos que enseñar lengua y literatura sea ese “foro” –al que alude Bruner– en el que el estudiante participa de la negociación, de la recreación de significado.

Para que esto ocurra, deberemos –sin duda– centrarnos en la reflexión, de acuerdo con su significado etimológico: “encorvar, inclinar, volver atrás (la cabeza o los ojos)”. Esa es la mirada que hay que adoptar –según nos lo sugiere Elsie Rockwell–, cuando analizamos la práctica educativa; se trata de una mirada etnográfica. Es de ese modo como la experiencia podrá resultarnos significativa debido a que ese trabajo reflexivo nos llevará a precisar y transformar la concepción desde la cual miramos y describimos la realidad, y, por ende, a actuar en consecuencia. 


Diana Spinelli y Teresita Blanco
(compiladoras)


(1)  El autor amplía estos conceptos, repartiendo las diez competencias –que un docente debe adquirir– en cinco dimensiones: I Aprender a ser: 1 Identidad. 2 Creatividad. II Aprender a conocer: 3 Cientificidad. 4 Competencia lingüística. III Aprender a aprender: 5 Capacidad para enseñar a aprender. 6 Comunicabilidad. IV Aprender a hacer: 7 Capacidad para enseñar el saber hacer mediante la resolución de problemas. 8 Competencia informacional. V Aprender a convivir: 9 Sociabilidad. 10 Responsabilidad social (p. 32-33).

(2)  Andrea Alliaud y Estanislao Antelo, en Los gajes del oficio. Enseñanza, pedagogía y formación. Buenos Aires, Aique Educación, 2009, señalan que, como la práctica docente es una intervención que se caracteriza por su singularidad y complejidad –pues nunca se reproducirá de manera idéntica en otras situaciones–, es necesario fortalecer el oficio de enseñar para afrontar los desafíos de la sociedad actual. Para ello, además de poseer marcos conceptuales sólidos, el docente debe tener saberes prácticos (poco contemplados hasta el momento por las ciencias de la educación) que permitan decidir, actuar y reflexionar sobre lo que se hizo o lo que se está haciendo. No alcanza, entonces, con los saberes formalizados propios de las disciplinas; se requiere también de saberes prácticos, que “es necesario disciplinar, o recuperar o sistematizar y otorgarles entidad en las instancias de formación profesional. Saberes que se producen en situación para resolver situaciones problemáticas concretas, cuya autoría corresponde a los enseñantes”. Es importante, por tanto, investigar, probar, ensayar, experimentar, en las escenas escolares y en las instancias de formación de tal modo que –en un ámbito caracterizado por la incertidumbre y en el que lo incierto siempre va a ser mayor que lo anticipable–, preparen al docente para afrontar lo que escapa del control, pero provistos de herramientas que le brinden seguridad y algunas certezas. “Quienes enseñen tienen que estar formados para esto. Un docente que “sabe”, entonces, sería no solo aquel que sabe qué decir y cómo decirlo (qué enseñar y cómo enseñarlo), sino que tendría que poder decidir qué hacer y cómo hacerlo (p. 157-161). 

*prólogo a la edición impresa