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El sacrificio del héroe de Sebastián Porrini

Prólogo*

     Comencemos este libro por el final, o bien, por un final posible, acaso inevitable: la tragedia ha muerto. La condición del hombre posmoderno no ha hecho más que agudizar esta sentencia. La muerte de Dios, junto con la muerte de la tragedia han derrumbado los paradigmas que sostenían la esencia de la condición humana. El hombre ha dejado de buscar la verdad de su existencia, ha dejado de buscar el Ser más allá de sí mismo, en un plano de trascendencia para conformarse con el engaño que le otorga la inmediatez del aquí y el ahora. Ese tiempo presente continuo es el síntoma de una suerte de imposibilidad. Dios o los dioses, en tanto símbolos de los arquetipos universales, nos trascienden y el arte, sea cual fuere su manifestación, es una forma de esa trascendencia. Afirmar su muerte es reducir la existencia a un vacío. La tragedia, en su enorme complejidad no puede morir, no debe morir. Movido acaso por la necesidad de darle vida, Sebastián Porrini nos conducirá en este trabajo por un camino de revitalización de una realidad que parece lejana, pero que no deja de entregarnos respuestas a preguntas eternas. La tragedia no puede morir, y no lo hará.
     Este libro que empieza, o bien, que se detiene antes de empezar, en estas palabras introductorias ha surgido, como decíamos, de una necesidad de otorgarle vida a un cuerpo de conocimientos de la realidad que ha sufrido los embates del devenir del mundo. Avanzar sin detenerse, progresar, crear nuevos mundos, nuevos paradigmas, tal es la condición actual de nuestro tiempo. La ciencia, no sin verdadero mérito, se ha erigido como la reina del conocimiento y ha desestimado que el mundo, antes de que ella lo dominara, ya existía y se manifestaba ante los hombres. ¿Por qué debemos someternos a una mirada que no considera esta realidad pre-científica? Podremos vivir en paz regidos por las sentencias que se construyen como verdades, pero seguirá existiendo, aun sin que lo percibamos, una ligera angustia por saber más, por entender más. El origen de esa angustia existencial se encuentra allá, en el mundo antiguo, en el tiempo antes del tiempo que nos entregó el mito como forma de encontrar el Ser del hombre. Porrini ha sabido hacer caso a esa angustia y el resultado de su propia experiencia con el mito se condensa en los capítulos que siguen. Sea advertido el lector de que no en vano elegimos la idea de condensación: la materia de este libro es densa, profunda y contundente y quizá, una vez terminado, necesitemos volver a ciertos pasajes para entender que más allá de lo que estamos leyendo, hay otra verdad que debemos seguir desentrañando. Tal es el desafío que se nos presenta ante este sacrificio del héroe.
     En el decurso de estas páginas, encontraremos la esencia que hace del mito la fuente inagotable de la experiencia del y en el mundo. La pregunta por esta esencia comienza en el origen mismo de su existencia. El mito, antes de convertirse en símbolo y misterio, nace con las ideas en su estado de manifestación arquetípica. El primer capítulo desarrolla esta distinción originaria: el arquetipo como forma universal e inmutable es la estructura profunda que se proyecta en el mito para ocultarse bajo la sombra del misterio y del símbolo. Misterio que nos sumerge en una búsqueda más profunda, el mito-símbolo se despliega, se hace vivo en el ritual. El hombre originario ritualiza aquello que no puede comprender con el afán de comprenderlo. Esta paradoja que encierra toda práctica ritual es la que, avanzado el siglo V A.C., permite el advenimiento de uno de los hechos artísticos más significativos de la historia del hombre: la tragedia. Podemos, como suele suceder en los modernos estudios socioculturales, leer las implicaciones políticas del fenómeno trágico en el contexto propio de la Atenas que se erige victoriosa sobre Persia. Pero tal lectura es parcial, incompleta y sesgada ya que la tragedia no se consolida como institución de la polis, sino que precede esta práctica y se sostiene en su carácter ritual; y como tal, conlleva en su esencia un carácter sagrado que nos exige una decodificación más elaborada.
     Entendida como forma ritual del mito, la tragedia echa raíces en mitos aparentemente clarificados. La dicotomía nietzscheana que hace oscilar el origen de la tragedia entre Apolo y Dionisos no es suficiente. En su exposición, el profesor Porrini desmonta el mito que justifica la presencia de ambos dioses en el ritual trágico y sugiere, ensaya y afianza una lectura menos determinante que la de Nietzsche. Apolo y Dionisos son dos rostros de una misma esencia, parecen alejarse uno del otro, pero en su origen más primitivo se hallan mutuamente imbricados. En el héroe trágico confluyen las dos manifestaciones divinas, equilibrio y desmesura, no como distanciados, sino como complementarios. Entre el ir y el devenir, entre Apolo que se aleja y Dionisos que viene, se erige la esencia del héroe sacrificado, y en ese sacrificio encontraremos la condición del Ser en el mundo.
     Si el arquetipo se proyecta en el mito, y el mito, hecho ritual se hace tragedia, hay algo que fluye en los intersticios de esta manifestación del Ser: la poesía. El poeta es profeta, según las palabras del autor, ya que en su lenguaje creador se manifiesta la verdad máxima que surgiera en el arquetipo. La poesía es el lenguaje del Ser y solamente a través de ella, la tragedia, y por ende, el mito, no han de morir, sino que renacerán cada vez que se articule ese lenguaje esencial.
     Hemos dicho que la tragedia no podía morir ¿Cómo evitar que muera la tragedia y con ella todo lo que Grecia tuvo de grandeza? Dirán algunos, confiados acaso en su conocimiento académico, que cifrar el genio helénico en la tragedia implicaría reducir siglos de manifestación artística y cultural que han hecho de la civilización griega uno de los pilares de lo que hoy llamamos mundo contemporáneo. Efectivamente, la pretensión reduccionista es el último lugar al que estas páginas nos dirigen, ya que la tragedia no es una mera  parte de esa expresión, sino la condensación más compleja de lo que significó Grecia. Punto de convergencia de una forma de ver el mundo, de entenderlo, de reaccionar ante él, el fenómeno de lo trágico sigue manifestándose ante nosotros y no podemos negar que su esplendor nos sigue interpelando a encontrar en nuestra esencia otro camino de conocimiento. Buscar en el mito el Ser y entender así nuestra condición humana ante la realidad de la existencia. Esa angustia o impaciencia no ha podido ser mitigada ni por la filosofía ni por la teología, ni por ninguna disciplina que se pretenda científica. Han otorgado respuestas parciales, pero ninguna de ellas ha logrado, en rigor de verdad, transmitirnos lo que somos. Ante esta incertidumbre, el mito ritualizado, es decir, la tragedia en esencia ha encontrado un vehículo de expresión fundamental: la poesía. El lenguaje prosaico es insuficiente. Por eso la poesía en tanto lenguaje de la creación es el único que puede revitalizar la experiencia primera ante el mundo; el poeta, poseído por la manifestación suprarracional de la existencia se convierte en demiurgo para canalizar lo que los sentidos no logran transmitir con pureza. En el sentido platónico, vivimos engañados por la percepción y la única forma de desentrañar los arquetipos es poéticamente. La tragedia es, entonces, el mito hecho poesía.
     La tragedia, entonces, no ha muerto. Agoniza, sí, pero no ha muerto y en las páginas siguientes, encontraremos un  último aliento de vida para evitar que se desvanezca ante el avance absurdo de un paradigma que, perdidos los rituales, pretende reducir la realidad a la inmediatez del instante, a la rigurosidad de dos dígitos que pueden ser la esencia del mundo que se proyectará infinito, pero que no llega a ser la esencia del mundo que ya surgió de esa infinitud. Dejar que la tragedia muera es sumirse en el engaño de que el mundo tal como es basta para entender lo que somos.

     ¿Por qué hoy, entrado el siglo XXI, en la llamada era digital, deberíamos seguir dirigiendo nuestra atención hacia ese mundo que existe en el tiempo antes del tiempo y que ha encontrado su punto máximo de expresión en la tragedia? Porque ese misterio que se nos presenta bajo la forma de símbolo es la búsqueda de nuestra propia condición: antes de que el mundo fuera hecho, decía Yeats, teníamos un rostro, y acaso encontremos ese rostro inicial, arquetípico e incomprensible en el fulgor del mito. Consternados por lo que ese rostro les haya podido mostrar, los poetas lo disfrazaron con máscaras y se distanciaron de esa condición a sabiendas de que cuanto más intentaran alejarse de ella, más se hundirían en la incertidumbre del querer saber. Tal es la condición trágica del hombre, tal es el paradigma de Edipo, o la condena de Prometeo; desentrañar la esencia del Ser, conocerlo, apropiarse de él sin saber que, como la cabra del ritual dionisíaco, desentierran el cuchillo con el serán sacrificados. El rito adquiere carácter metafísico en tanto que él nos enfrenta al arquetipo que llamamos Ser. Así, la afirmación inicial que sostiene las ideas de este libro cobra un valor de sentencia y de verdad: “La búsqueda del Ser deviene mito”; y agregaremos que ese devenir ubica al hombre frente a la verdad primordial que lo justifica, sin máscaras, desnudo. Entender que somos esa verdad acaso sea el mejor camino para entender este complejo entramado de objetos, ideas, percepciones y conjeturas que llamamos realidad.

Diego Ortega Servián
Julio 2015

*prólogo a la edición impresa.
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Aproximaciones, de Alejandro Gimenez Luna

Hacia la búsqueda del silencio esencial*


   
La palabra poética es el mayor misterio que la literatura se ha planteado como expresión de la voluntad creadora. Signada por la limitación que el lenguaje le expone, la poesía se propone un ejercicio de superación que convierte su mensaje en un triunfo de la manifestación artística. Cuando el poeta se deja poseer por ese mensaje, la palabra se reconstruye, renace, para devolver en esencia la prístina significación que surge de su creación.
   En el poemario que tenemos entre manos, la sutileza de su creador nos plantea un ejercicio notable: ocho partes fragmentan el mensaje en un equilibrio evidente, que se estructuran como instancias bien demarcadas de un derrotero a la vez individual y simbólico. “Inicial” abre el libro con un solo poema, que se repite en el “Final” con otro poema. Ese poema inicial permite develar el deseo mágico del poeta: cantar, cantar ante las dudas, de camino por un sendero que “había, hace tiempo, perdido” y que como todo héroe en su búsqueda debe reincorporar para renacer como tal. La segunda parte “El ciclo eterno” concibe el tiempo como renacimiento, ante las caídas inevitables, que se expandirán de manera notable en la tercera parte “El caído”, espacio en el que el “no saber” se relaciona con la “soledad” y con la “eternidad”, temas que son blasones de la condición humana desde el mismo origen. Una cuarta parte, llamada “Nocturnidad” enciende la noche como prueba: el héroe del que habláramos está frente a instancias inefables, condición que parecería absurda desde la palabra, pero que se alimenta de la creación que enlaza la propia experiencia con su propio lenguaje. La quinta parte, “Aproximaciones”, que recoge el nombre del poemario total, pone al héroe ante la derrota, que se reconstruye como caída y como revelación; el aprendizaje notable que estatuye su peregrinaje como una iniciación en la simbología trascendente de la esencia. Por ello llega con la sexta parte “El silencio del claustro”, ese necesario alejarse del mundo que lo sumerge en el vacío, en el encuentro con la propia materia, para despertar a la nueva instancia de su camino. Y en la séptima parte, “Naturae”, es desde la naturaleza nominada cómo se renace, cómo se purifica, cómo se libera de las costras de la propia caída, cómo se prepara para la victoria en el silencio final, cuando decide callar, ya triunfante en el dominio de la palabra de la que, no obstante, huye otra vez. Héroe derrotado, pero fatalmente victorioso.   
   Alejandro nos advierte en sus “Palabras preliminares” que ha encontrado “toda la escritura como una revelación”. No nos cabe duda de que la experiencia poética se nutre y nace de esa revelación, ya que sin ella la poesía muere ante la mera anécdota, ante la materia panfletaria, ante la cursilería que, como un placebo, sólo esconde su nada en un juego fatal de moda pasajera. Alejandro sabe que se ha dejado poseer por algo que no comprende absolutamente, y que es la materia (por ello  incomprensible) de la verdadera poesía, aquella que funda un mundo, aquella que hace nacer un lenguaje nuevo por natural, nuevo por tradicional, inmerso en la belleza de la palabra despojada de maquillajes efímeros.
   Si la literatura es sintaxis, como sostuvieran algunos grandes creadores, esta antología poética resalta esa afirmación, no sólo por el quiebre natural que un poema produce en la musicalidad de la prosa, sino, fundamentalmente, por el ejercicio que el poeta ha realizado al exhibir un estilo propio, más allá de las convenciones que las diferentes formas poéticas requieren, como lo es el caso del soneto. Observamos que el verso se adecua a la creatividad de lo dicho, con  alteraciones sintácticas suaves, en muchos casos propiciadoras de aislamientos que impulsan una significación exquisita:

     “Inamovible, serás de tierra, / madre de tantas cosas brillantes.” Hoy que naces.

   O se detiene en la enumeración feliz de acciones, que se sustancian en ideas fuerza de marcada significación:

     “Y yo rezo, / inclinado ante mi propia figura. / Y veo de cerca las grietas en mi rostro, / en mis manos, en mi pecho / y mi interior… vacío.” La noche es un templo.

   El entramado de los temas construye un detalle muy importante. Como los poetas filósofos de la antigüedad, los elementos hacen su entrada: así, el agua es lustral, y purificadora, como en Aguaribay, o es directamente vida, como en Hoy que naces, para ser “cauce del río, bello raudal.” Aunque este primer elemento se re-designa como “fría” en La causa, para caer “sobre los cuerpos desprotegidos”. Y se realimenta como materia creadora en Crear, poema en el que se resurge del agua como un ser nuevo.  
   El aire, el segundo elemento que denotamos, se apresura a hermanarse con el agua en Hoy que naces, para dotar de dulzura la brisa que una vida atisba a manifestar en el instante de su surgimiento. Y se vuelve estertor en Habitación, hasta ser “un árbol seco de pena / deshojando su última / agonía.”
   La tierra se fundamenta en Al alba, cuando sea en ella donde reposará aquello que dio sombra a nuestra existencia.
   Y es fuego en La noche es un templo que se acumula como un ardor. Aunque con el agua y con el aire, que son indiscutiblemente los dos elementos más presentes, el autor nos remita al sentido de lo más inmaterial, de la fluidez, ya sea como purificación, ya como inmarcesible sensación de la más bella liviandad de la naturaleza espiritual.  Porque de esos elementos, el poeta se vale para retratar su espíritu, al que separa del alma, en un entendimiento que remite a las más antiguas concepciones de la tríada humana, tríada que conforma con el cuerpo, este último como presencia que dialoga, crítica o visceralmente, con los otros dos estados de la esencia humana.
   Permítaseme agregar que el héroe del que habláramos no se detiene en un simple triunfo: ve la pérdida del pasado idílico como un tiempo irrecuperable (Esta casa ya no es mi casa), o se enfrenta a los otros que están impedidos de volverse esencias pues “ellos no vuelan como hombre”. O se vuelve a crear para la eternidad, separándose del tiempo que lo busca con sus cadenas, y que se instituye como anhelo de liberación del mundo, como en el poema Un deseo, en el que el poeta quiere crear la eternidad “con un suave movimiento de mi mano”.
   Noche, luz, vida, muerte, realidad y deseo. Todo. Todo aquello que es la sal de la causa humana está en estos poemas. El héroe, como en los grandes poemas épicos, se sacrifica, es el hijo dilecto que la tragedia requiere para alzar la purificación hasta la victoria. El último poema, un soneto, re-enciende la llama de la gloria: la forma recuperada, la palabra triunfante, que busca su máximo triunfo: el silencio. Por eso el poeta calla, advirtiéndonos que el silencio es la mejor poesía, contradictoria y triunfal, hasta que el poeta vuelva a recrear la belleza de la materia fundamental.

Sebastián Porrini
Agosto 2015

*prólogo a la edición immpresa
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